“Ninguna pasión elimina tan eficazmente
la capacidad de actuar y de razonar
como lo hace el miedo”
Edmund Burke
Cuando
se gestiona el trabajo y se conduce a las
personas bajo el paradigma de la empresa
tradicional (mando-control),
lo que se valora es la disciplina, la actitud
de obediencia y la conducta de acatamiento.
Este tipo de vínculos laborales generalmente
se sustentan en un estado anímico colectivo
de temor y de desconfianza mutua. Por el
contrario, para
lograr movilizar el conocimiento y
la iniciativa colectiva,
para aprovechar el talento, la creatividad y
la capacidad de innovación que pueda aportar
cada individuo, se
requiere que las personas estén imbuidas y
comprometidas
con la
visión y los
objetivos
de la empresa,
motivadas con las tareas a realizar y que
asuman una conducta de responsabilidad por los
resultados. Todo
esto sólo es posible en una cultura
organizacional basada en la emocionalidad de
la confianza.
Desarrollaremos
algunos de los aspectos más relevantes de
estos estados anímicos (el miedo y la
confianza), centrando el análisis en las
formas en que se manifiestan en ámbitos
organizacionales y en cómo impactan en los
comportamientos de los integrantes de las
mismas.
El
miedo
Pilar
Jericó,
una especialista que se ha dedicado a estudiar
la emocionalidad del miedo en el ámbito
empresario, sostiene: “Nadie lo reconocerá
abiertamente, pero el miedo ha sido empleado
como método de gestión en las empresas
durante siglos (y se continúa empleando)”.
Generalmente
relacionamos el concepto de miedo con la
reacción emocional ante una situación de
peligro. Sin embargo, cuando lo analizamos
como emocionalidad organizacional nos
referimos al miedo como un estado de ánimo
que perdura en el tiempo. Actúa como
trasfondo en los comportamientos de las
personas, tiñe las relaciones y persiste como
un componente distintivo de la cultura
organizacional.
El
miedo puede manifestarse de diversas formas y
en distintos niveles de intensidad. Puede ir
desde el malestar temeroso hasta el pánico.
Cuando hablamos de la “gestión por el
miedo”, nos referimos al temor de baja
intensidad pero de larga duración.
Es
muy diferente si se trata de una emoción de
miedo que surge como reacción a un hecho
puntual en una circunstancia específica, que
cuando se instala un estado anímico de temor
como forma de interacción y convivencia
organizacional. Ambas emocionalidades difieren
en las formas en que se expresan, en las
consecuencias que generan en el comportamiento
y en el impacto que pueden tener en la salud y
en la calidad de vida de las personas. El
estado de ánimo de temor en el ámbito
laboral es uno de los más frecuentes factores
desencadenantes del estrés.
Cuando el miedo se produce como consecuencia
de un evento determinado, como puede ser la
discusión con el jefe o el problema con un
cliente, una
vez pasado ese momento se vuelve a
reestablecer la situación normal y a trabajar
en un clima de tranquilidad y distensión.
Ante este tipo de acontecimientos todo nuestro
sistema de alerta corporal se activa. La emoción
del miedo se relaciona con el “estrés
positivo” o eustrés, que se mantiene
mientras perdura la situación y luego
desaparece.
Muy
distinto es el caso en que el estado de ánimo
de temor se nos presenta en forma persistente
y es parte del clima de trabajo que se respira
en la organización. En la medida en que
sentimos a nuestro ámbito laboral como un
lugar de riesgo permanente, entramos en un
estado de estrés continuo. Cuando se pasa de
una “reacción de alerta” de una duración
momentánea, a un “estado de vigilancia”
constante, el sistema hormonal además de
liberar adrenalina comienza a liberar
corticoides que generan el estrés crónico o
distrés, que afecta el sistema inmunológico
y deja expuesto al organismo a contraer
diversas enfermedades.
Este
estado de ánimo de temor y de estrés
continuo destruye nuestra motivación, va
minando nuestra capacidad de acción, consume
nuestras energías e imposibilita que
despleguemos nuestro potencial. Esto no sólo
tiene consecuencias a nivel de la baja del
desempeño y la efectividad individual, sino
que impacta en la productividad organizacional
y en la competitividad empresaria. De personas
que trabajan en un estado anímico de temor y
desconfianza, se puede esperar obediencia,
acatamiento y disciplina, pero nunca se puede
pretender iniciativa, creatividad, implicación
con la tarea, ni compromiso con la organización.
La
gestión por el miedo es uno de los factores
que frenan el desarrollo del talento y el
aprovechamiento del conocimiento colectivo.
Muchas veces las empresas confunden sumisión
con lealtad y no toman conciencia de los
costos de los estilos autoritarios de conducción.
Pfeffer y Sutton,
dos investigadores de
la Universidad
de Stanford que estudiaron la problemática de
la gestión del conocimiento, afirman que:
“En todas y cada una de las organizaciones
que no lograron traducir el conocimiento en
acción, observamos que predominaba una atmósfera
de temor y de desconfianza”.
Una
de las características centrales de la
emocionalidad del miedo es que posee una
dimensión temporal que vincula el presente al
futuro. Como señaláramos anteriormente,
todas las emociones están situadas en
determinadas coordenadas temporales. Por
ejemplo, los estados emocionales de bronca o
resentimiento están relacionados con algo que
aconteció. Al igual que el odio, la gratitud
o el agradecimiento vinculan al presente con
el pasado. Nunca sentimos enojo por algo que
vaya a pasar, sino por algo que sucedió.
Por
el contrario, hay estados de ánimo que están
relacionados a sucesos que pensamos que pueden
llegar a suceder y que surgen a partir de
nuestras expectativas sobre los
acontecimientos futuros. El estado de ánimo
de temor es uno de ellos. Es una emocionalidad
que emerge cuando pensamos que algún
acontecimiento o circunstancia -real o
imaginaria- puede causarnos un daño o llegar
a perturbar nuestra calidad de vida.
No
sentimos temor por algo que pasó sino por lo
que pensamos que puede acontecer. No obstante,
esto que suponemos que puede acontecer es
probable que esté basado en experiencias
pasadas. Si retomamos la distinción que
realizamos entre la emoción de miedo que
surge como reacción ante un hecho puntual y
se disipa concluido el mismo y, por otro lado,
el estado de ánimo de temor que se instala,
persiste en el tiempo y actúa como trasfondo
de nuestro accionar, podríamos decir que para
que se emplace este estado anímico a nivel
organizacional, seguramente deben de haber
sucedido unas cuantas situaciones en el pasado
que fundamenten el juicio de que pueden volver
a suceder.
Cuando
se instala la emocionalidad del miedo,
entramos en un estado de alerta continuo
frente al supuesto “peligro”. Este
“peligro” puede estar constituido por la
posibilidad de perder el empleo, el maltrato
del jefe, no lograr un ascenso, ser trasladado
de área o situaciones mucho más sutiles. Las
empresas que emplean estos métodos de
control, despliegan un conjunto de mecanismos
basados en el conocido paradigma del “palo y
la zanahoria”.
Más
allá de cuan real o ficticio pueda llegar a
ser el “peligro” percibido, lo relevante
es que una vez que se emplaza el temor como ánimo
permanente, condiciona nuestras expectativas
sobre el futuro y nuestra capacidad de acción
en el presente. Pfeffer y Sutton sostienen a
modo de conclusión de su investigación que:
“Las pruebas disponibles son bastantes
convincentes: conducir una empresa basándose
en el temor y la desconfianza no sólo es
inhumano, también es un mal negocio”.
La
confianza
Esta misma cualidad de vincular el presente
con el futuro la posee la emocionalidad de la
confianza. Cuando estamos en un estado de ánimo
de confianza sentimos que no hay nada de qué
preocuparnos. Actuamos desde una sensación de
seguridad y poseemos una expectativa positiva
del futuro. El estado de ánimo de la
confianza surge ante una interpretación de un
futuro que nos parece previsible y
tranquilizador.
Cuando decimos que tenemos confianza en una
persona, lo que estamos diciendo es que
poseemos un alto nivel de seguridad con
respecto a su conducta futura. Confiamos que
es muy probable que haga determinadas cosas y
que no haga otras. La confianza siempre supone
un juicio sobre el futuro y es por esto que
condiciona tan fuertemente nuestros
comportamientos.
Podemos imaginar cualquier situación, ya sea
a nivel personal o laboral y podremos
corroborar los distintos comportamientos que
adoptamos en una emocionalidad de confianza o
de desconfianza. Si tenemos confianza en un
amigo, en nuestra pareja, en un proveedor o en
un cliente, vamos a suponer que van a actuar
dentro de lo acordado, que van a mantener su
palabra y que van a honrar sus compromisos, y
esto nos da seguridad y tranquilidad.
Por el contrario, si en cualquiera de estos
casos sintiéramos desconfianza, si tuviésemos
temor de que no actúen de acuerdo a lo
preestablecido, si pensáramos que existe la
posibilidad de que no sean sinceros en lo que
nos dicen o que no tengan la intención o la
capacidad para cumplir con los acuerdos
establecidos, nuestro comportamiento sería
notablemente diferente. Tomaríamos recaudos,
no estableceríamos el compromiso, nos alejaríamos
de nuestro amigo o cambiaríamos de proveedor.
La mutua confianza es la emocionalidad
necesaria para coordinar acciones entre las
personas (ver Cap. 6 “El trasfondo de
confianza”).
Si bien puede ser que alguien que acabamos de
conocer nos inspire confianza, generalmente
este sentir surge como resultado de un proceso
de construcción conjunta que se realiza entre
las personas, ya que implica un juicio sobre
el proceder del otro y de cómo este
comportamiento puede afectar o influir en
nuestro horizonte de posibilidades. Pero así
como para adquirir confianza necesitamos un
tiempo y una experiencia conjunta en la que
podamos observar y evaluar la conducta de la
persona, paradójicamente la pérdida de la
confianza es algo que sucede muy rápidamente.
Una acción que defraude la confianza
conferida, generalmente es motivo para que
cambiemos nuestra actitud y nuestra
emocionalidad. Hay un dicho que da cuenta de
este fenómeno y dice que “la
confianza crece con la lentitud de la palmera
y cae con la rapidez del coco”.
La emocionalidad de la confianza está
sustentada en tres pilares, que se construyen
en base a los juicios que realizamos sobre la credibilidad,
la previsibilidad
y la responsabilidad de las personas.
Gráfico
9: Los pilares de la confianza
El juicio de de la credibilidad está a su vez basado en dos comportamientos que
desarrollan los individuos que consideramos
creíbles: la sinceridad y la idoneidad.
- La
sinceridad:
consideramos a alguien sincero cuando
suponemos que existe una correlación entre
lo que piensa y lo que dice. Cuando
percibimos una congruencia entre su mundo
interno y externo. Cuando podemos
constatar que sus conversaciones reflejan
sus pensamientos y convicciones y que, por
lo tanto, es alguien que no miente, no
oculta información, ni evade decir lo que
piensa.
- La
idoneidad:
Esta característica se la atribuimos a
quienes consideramos que poseen las
competencias necesarias para realizar en
forma efectiva la función que desempeñan.
Pensemos qué confianza le podemos tener a
alguien a quien no consideramos idóneo
para efectuar las acciones a las que se
compromete.
Esto se
torna un tema crítico en relación a las
personas que ejercen un rol de liderazgo,
ya que para otorgarle autoridad partimos
de la presunción de que ejecutan con
idoneidad no sólo sus tareas específicas,
sino también su función de conducción.
El liderazgo sólo puede ser viable en una
emocionalidad de mutua confianza que lo
sustente.
La
previsibilidad
es la característica que surge cuando
alguien a lo largo del tiempo demuestra un
comportamiento que coincide inexorablemente
con las pautas establecidas, con los valores
declarados y con los compromisos contraídos.
Decimos que una persona es coherente y
previsible cuando existe un correlato entre lo que dice y lo que hace, cuando consideramos que sus
acciones están en sintonía con lo que
proclama desde la palabra y evaluamos que no
nos sorprenderá con algún tipo de
comportamiento imprevisto. Las personas
predecibles nos dan seguridad y le quitan
incertidumbre al futuro.
En muchas empresas los empleados manifiestan
una gran desconfianza ya que perciben que las
acciones que realizan quienes conducen, no son
coherentes con los supuestos que pregonan. Que
por un lado están la visión y los valores
declarados y por el otro están las conductas
cotidianas hacia los empleados y los clientes.
Un caso paradigmático de esto fue la empresa
Enron que llegó a ser la sexta en facturación
en Estados Unidos y que en el 2001 fue
declarada en quiebra debido a la estafa
cometida por 29 de sus directivos. Sin
embargo, declaraba que uno de sus principales
valores era la integridad.
Nathaniel
Branden
sostiene que: “La coherencia y la
previsibilidad inspiran confianza. Si sentimos
que no sabemos cómo puede actuar un líder
ante alguna situación particular, no podemos
sentir confianza. Si una persona es a veces
sincera y otras no, a veces justa y otras no,
a veces respetuosa de sus valores y otras no,
quizá todavía seamos capaces de apreciar en
ella otras virtudes, como la inteligencia, la
energía, el entusiasmo o la creatividad, pero
no sentiremos confianza. Y cuando no confiamos
raramente damos lo mejor de nosotros
mismos”.
La
responsabilidad
es el atributo que les conferimos a las
personas que asumen sus compromisos y cumplen
sus promesas. La efectividad y productividad
de cualquier equipo u organización está
determinada por su competencia para establecer
compromisos y coordinar acciones. Cuando
presuponemos que con quien establecemos un
compromiso es una persona que actúa con
responsabilidad, inferimos que realizará en
tiempo y forma aquello a lo que se ha
comprometido y que se hará cargo de cualquier
eventualidad y contingencia que pudiera
acontecer. Evidentemente, este comportamiento
genera confianza.
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